VOLVÍ POR USTEDES

Les voy a contar un cuento. Hace 20 años lo conocí; alto, rubio, ojiclaro, sensible, sincero e intrépido. Desbordante en imaginación a la hora de jugar. Increíblemente rápido en las rectas y no tan ágil en los zigzagueos; ese título me correspondía a mí. Era el hijo de una muchacha del servicio de un barrio que colindaba con el mío. Éramos muy amigos, los mejores. Su historia, hasta donde recuerdo, era la de un niño que vivía en la casa de una señora a la que su madre le servía. Dormía junto a ella en una habitación muy pero muy pequeña, casi toda llena de stickers de jugadores de fútbol. Uno de ellos, por encima de los demás, se robaba el aliento de su madre Raquel. Se trataba de Gabriel Omar Batistuta. Aún la recuerdo suspirando por él, mientras nos regañaba por algo -era su deporte favorito, ¡REGAÑAR!-.

Juan Carlos, el niño del que les hablo, fue muy afortunado, ya que la dueña de la casa, la señora Laritza, una mujer de avanzada edad, le cogió mucho cariño, tratándolo como al nieto que aún no tenía. Le pagaba la pensión en un colegio cerca a la casa, y si no era así y tú, mi querida Raquel, estás leyendo esto con rabia por el no reconocimiento de tu esfuerzo realizado, por favor abstente de regañarme. O doña Laritza o tú,  el caso es que el chino estudiaba. Juan Carlos era un consentido. Tenía muchísimos juguetes. Dinosaurios como pa donar a Jurassic Park, todos los personajes de Dragon Ball Z, MicroMachines, Las Tortugas Ninja, Los ThunderCats y, para rematar, el Play Station1, que en ese entonces estaba recién salido del horno. (Comentario repentino). Antes de que le compraran el Play, íbamos juntos, saltando como guerreros samurai, hasta el barrio Álvarez. Allí, en una sala llena de televisores y consolas, liberábamos sinfín de endorfinas frente a las pantallas. Nos cobraban 500 pesos la media hora y 1.000 la hora de Medalla de Honor, Dino Crisis, Winnin Eleven y otros juegos más. Pocos meses después, mi mamá llegó de Estados Unidos con un Play para mí y mis hermanos, y ahí, obviamente, como buen amigo que era, se lo comencé a alquilar a un mejor precio: 400 la media hora y 800 la hora.

Eran tiempos hermosos. Jugábamos con todo. Nuestra imaginación no tenía límites.  Hacíamos de un palo, una espada legendaria envuelta en llamas. De un pedazo de madera, un escudo irrompible. Volábamos, saltábamos, gritábamos y personificábamos a cuanto héroe o villano se nos ocurría. Siempre quisimos construir una casa en el árbol; pero no, nunca nos dio la ingeniería. Siempre terminábamos haciéndola en el suelo, con palos, cemento y banderas políticas que sobraban de las batallas electorales de mi padre. Quizás esa era la razón por la que la policía siempre nos las acababa tumbando. “Esto parece una invasión”, alegaban algunos adultos de la cuadra que, preocupados por la estética del lugar, apagaban nuestra infantil y avanzada diversión. Y digo avanzada porque ya era una casa con cemento y sonido. Utilizábamos un discman y unos parlantes de computador para musicalizar el inmueble, y bolsas de cemento, que alguno se sacaba de la casa, para envolver las cimientes de la obra.  A una de esas señoras, en venganza por su denuncia policiaca, le mandamos un bandido -como de 6 años-, con macheta en mano, a que le cortara un papayo que tenía en el jardín del frente. Lo que no sabíamos, era que la señora, pobrísima en relaciones humano a humano, tenía como única compañía al inofensivo árbol. Motivo por el cual Emilio, el menor cuya mano empuñó el arma homicida, acabó en un calabozo del barrio -o sea en su cuarto-.

Juan Carlos y yo nos negábamos a crecer. Algunos de la cuadra ya comenzaban a mostrar síntomas de preadolescencia crónica, pero nosotros, sobre todo nosotros dos, nos absteníamos rotundamente al hecho de no seguir imaginando. “¿O sea que ya no vamos a jugar? ¿Entonces qué? ¿Vamos a sentarnos a hablar? ¿Hablar de quién? ¿De esa vieja? ¡Nah! Mucho desparche malo”.

Era una lucha contra el tiempo, contra los Backstreet Boys, Cristina Aguilera y Britney Spears. MTV tomaba ventaja con su programación de nuevo milenio, y las calles, poco a poco, perdían su romántico terreno. Uno puede ver la calle de dos maneras: como una calle normal, por la que pasan automotores y personas, o como una cancha de fútbol/Campo de batalla/ autopista de carritos de Hotwheels/ Imperio Romano, Bárbaro o Mongol/ así sucesivamente, según le dé el cacumen.

El tiempo se nos agotaba, y las maldades adolescentes de los mayores se comenzaban a infiltrar en nuestras filas.

Un día, con exactamente 10 años -lo recuerdo a la perfección porque la película que íbamos a ver era “Pokemon 2000”-, iba caminando junto a mi hermano y mi mamá hacia el cinema de Cabecera, en Bucaramanga. De repente, casi en el límite del barrio, me encontré con mi pandilla. No teníamos nombre ni nada de eso. Tan raro. Pero bueno, me los encontré. “Hola, doña Patricia”, saludaron al unísono. “Hola, mis amores”, les respondió mi madre sin detener su marcha. Mientras continuaba, con mi hermano de la mano, Juan Carlos me hizo un guiñó con el ojo, como a quien le urge contar algo. Giré la cabeza en dirección hacia mi familia y me percaté de que ya me estaban dejando atrás, entonces me les acerqué. “¿Qué pasó “, les pregunté susurrante. “Hay una vaina que le tenemos que mostrar”, dijeron unos. “Mañana me la muestran”, les respondí. “Mi mamá me va a dejar y no me quiero perder Pokemon; me contaron que de pronto matan a Ash”. Diego, otro de la pandilla, frunció el ceño e insistió. “Mano,Tatán, en serio tiene que ver esto. Después se ve Pokemon”. Lo pensé, lo volví a pensar y ¡CHAZ! Le grité a mi mamá: “¡Mamá!, yo me quedo con mis amigos. Vayan ustedes y yo me la veo después”. “¿Seguro, mi amor?”, respondió ella. “Sí señora”. “Bueno, ¡te amo!”. Miró en dirección a mis amigos y sentenció: “¡cuídense mucho!”.

Lo que no sabíamos, ni mamá ni yo, era que lo que me querían mostrar mis amigos, nada de cuidado tenía. Todo lo contrario. Era peligro preadolescente. Peligro del bueno.

Hacía varios meses, bajo la influencia de un par de jóvenes mucho mayores que nosotros, toda la pandilla había incurrido en varios actos delictivos; toda menos yo. Esta serie de acontecimientos comenzaron con un robo menor.

De noche, protegidos por la alta y densa arboleda del sector, los integrantes de mi pandilla se escabulleron por entre las rejas de uno de los parqueaderos de la Universidad Autónoma de Bucaramanga. El objetivo era claro: “Secuestrar y darle materile a un grupo de gaseosas Hipinto que reposaban tranquilamente en una nevera del edificio”. Favorecidos por sus delgadas figuras, alias “Lilo” y alias “Braquiopanto” -el apodo más extraño que jamás haya llevado un ser humano-, sortearon con facilidad las rejas del no tan seguro aparcadero. Desde afuera, el resto les indicaban dónde se suponía que debía estar la nevera. “¡Suban! ¡No! ¡Por ahí no!”. “Shhhhto, mano, cállese la jeta que nos van a coger”, susurraban los jóvenes asaltantes. Vértigo, miedo, frío -el barrio era frío- y luces titilantes de un poste que los ponía en evidencia. Subían, bajaban, de un lado pal otro, ¡hasta que por fin! Aparecieron con varias gaseosas de litro retornables entre brazos. Bueno, retornables es un decir, porque aquellas, las capturadas, de retornables no tenían ni la culpa.

Con ese cuento me habían llegado, como les dije antes, hacía unas semanas. La verdad, me extrañó de Juan Carlos, ya que era muy bondadoso y cero proclive a este tipo de actos. Sin embargo, más allá de sonarme a algo de pícaros y chusma, me pareció divertido y digno de arrepentimiento, y no precisamente de su parte, sino de la mía por no haber participado. En aquel entonces, ADRENALINA era mi palabra favorita, y todo lo que tuviera que ver con ella, tenía que ver conmigo.

“Tatán, lo que pasa es que llevamos varias semanas haciendo algo y se lo queremos mostrar”, me dijeron los sinvergüenzas. Me imaginé de todo, menos lo que me estaba esperando. Arrancamos a correr a toda velocidad, descendiendo por la cuadra principal del barrido Altos del Jardín. En ese entonces, todo lo hacíamos corriendo. La velocidad era un índice importantísimo de poder. De hecho, para poderla medir, hacíamos carreras de relevos y vueltas al barrio, cronometradas con un reloj Casio de los que tenían control de televisor y un perrito que corría sin cesar.

Pasamos el parque como volador sin palo, para luego surcar mi cuadra, la Avenida del Jardín, sin siquiera voltearla a mirar. Continuamos corriendo hasta Bajos del Jardín, y en la cancha, en la cancha nos detuvimos. “¡Cuéntenme qué me van a mostrar!”, les inquirí. “Espere mano, ya va ver”, respondió Diego mientras caminaba hacía unas escaleras llenas de moho. Aquel lugar, por el que nos encontrábamos caminando a paso lento, es maravillosamente espeluznante. Y digo ES porque aún existe. Para mí, que crecí en el sector, nada de sombrío tenía, pero para un extraño, ajeno al mover del barrio, seguro lo sería. En ese lugar los rayos del sol luchan por penetrar las frondosas ramas de los altísimos árboles. El sonido de una quebrada, que ya no es quebrada sino caño, ameniza el oscuro ambiente, y en las noches, cuando nadie los ve, los zorros merodean buscando carroñearse algún fara muerto. En medio de este escenario, yacía una cancha de micro construida, exactamente, debajo de la quebrada. Muchos de los mejores partidos de mi vida me los eché ahí. ¿Y Juan Carlos? No, Juan Carlos no jugaba fútbol. O sea, el man daba pata y se esforzaba al máximo, pero no paraba ni un tiro. Aquellos partidos de barriada no tenían comparación. Lo mejor era ganarlos, y lo peor, era cuando el balón se iba al agua. ¿Ustedes saben lo que es meter las manos en agua llena de orines y desechos de todo tipo? ¿No? Bueno, pues nosotros sí. A esta, o sea al agua, le debo todos y cada uno de los ojos de pescado que me salieron en la niñez.

Bueno, ahí, en esa cancha de micro, habían unas escaleras llenas de moho que se perdían en medio del bosque. Y allí estábamos, caminando hacia el sabrá Mandrake.

Paso a paso, con la pandilla completa, nos dirigimos hacía el secreto de secretos. Luchando por no resbalar en la maleza, descendimos hasta el borde del caño, y sobre este caminamos siguiendo la corriente del agua. Luego de varios minutos, a mano derecha, nos topamos con una pared de ladrillos que lucía como el límite de algún conjunto residencial. “Paren”, gritó Diego. (Importante anotación). Si no se han dado cuenta, Diego era el mandón del combo. Al que la preadolesencia le madrugó, y con ella la rebeldía cívica.

De un solo tramacazo nos detuvimos. “¿Qué pasó?”, pregunté. “Aquí es”, dijo Juan Carlos. Nos hallábamos en el borde de la quebrada; a un paso a la izquierda de caer en ella, y a otro a la derecha de lamer el muro de ladrillos. Entonces me fijé en derredor, analizando el terreno, y ante mis ojos comenzaron a aparecer varias herramientas de trabajo recostadas sobre el muro y un poco de polvo en un sector de él. A este me acerqué, y al hacerlo, me percaté de que había un pequeño hueco. “¿Esto qué es?”, les pregunté. “¿Se quieren meter al edificio?”. Me miraron, culpabilidad en rostro, y respondieron: “Tatán, adentro hay piscina, parque y cancha de tenis”. Los miré sin entender. “¿Por qué habrían de violar la seguridad de un edificio, sabiendo que todos podíamos ir a piscinas o a un parque?”. Pero no, no todos podíamos; por lo menos no a un complejo tan completo y moderno. Esa era nuestra pandilla, esa era nuestra realidad. Había integrantes cuyos padres trabajaban en Ecopetrol y les pagaban todo en los mejores colegios; y había otros, como Edson, que andaban descalzos y sin camisa por todos lados. Yo estaba en la mitad. Mis padres me pagaban todo e igualmente andaba descalzo y sin camisa.

Pues bueno, “metido el dedo, cagada la mano”, decía una tía. “Entonces ¿qué hay que hacer?”, pregunté. “Pues terminar de darle mazo”, respondió Juan Carlos. Listo, manos a la obra. ¡PUM! ¡PUM! ¡PUM!, mazaso tras mazaso, fuimos abriéndonos paso en el conjunto residencial Bocamonte. Todos los días íbamos hasta aquel lugar, escondido en el bosque, a darle forma a nuestro proyecto de vacaciones. Hasta que, teniendo el hueco el tamaño y la profundidad perfectas, nos detuvimos. “¿Por aquí pasan todos, cierto?”, preguntó alguien. “Pues metan a Juan Carlos, que es el más grande; si él cabe, todos caben”.  Ahí comenzó la burra a parir. Que no, que él no entraba, que ni loco se iba de carne de cañón, etc, etc, etc. Entonces, sacudiéndome el polvo de encima, pasé en medio de todos, con dirección hacia el costado derecho del muro. “Tiene que haber otra forma de entrar”, me dije a mis adentros. “Por encima”, señalé. Miré lo alto del muro y concluí dos cosas: “el muro tiene matas de las que chuzan y alambres, seguramente eléctricos”. “¡Heyyyyy!”, grité. “Alguno hágame patagallina, a ver si el cable tiene electricidad”. (Apunte) Patagallina: dícese del apalancamiento de un ser humano sobre las manos de otro. Diego corrió en mi dirección y se puso en posición. “¡Hágale!”. Puse el pie sobre sus manos y me levantó. Luego con las mías alcancé la cumbre del muro y me aferré a él. En ese instante, todos comenzaron a gritar: “¡Cuidado con el cable! ¡Cuidado!”. Mis manos estaban a pocos centímetros del elemento en cuestión y ¡CHAZZZ! Lo toqué, lo toqué y no me pasó nada. “¡Esta joda no tiene electricidad!”, grité. “Bueno, entonces pase pal otro lado”, respondieron. Así lo hice. Salté de lo alto del muro hacia el conjunto residencial. ESTABA ADENTRO. (Apunte) Sé que muchos se deben estar preguntando: “¿para qué carajos estos chinos abren un hueco, y luego arriesgan la vida de uno de sus integrantes en un muro electrificado?”. La respuesta es: ellos no estaban esperando a que yo saltara el muro por los cables. Lo hice para impregnarlos de valentía. O sea, para que desde adentro se gritaran: “si este man fue capaz de saltar esta joda, ¡cómo no voy a ser capaz de arrastrarme por un hueco!”. (Fin del apunte).

Pues funcionó, porque apenas me asomé por el otro costado del hueco, la pandilla completa se tiró al suelo, cuales ratas de alcantarilla, y se pusieron en marcha. Una a una fueron apareciendo las cabezas de nuestros integrantes en el nuevo mundo. “Shhhh, no hagan ruido”, advirtió Diego. “Mano, ¿cómo así que no hagamos ruido? Llevamos 2 semanas dándole mazo a esta pared, ¿y ahora usted nos dice que no hagamos ruido?”. Diego me miró, como quien no quiere discutir, y señaló hacía el frente con su dedo. “Síganme”, concluyó. Él era el único que conocía el conjunto. De él había sido la idea y a él estábamos siguiendo.

Nos encontrábamos en lo más profundo de la zona social del edificio Bocamonte. Desde donde estábamos, se alcanzaba a ver su imponente figura. En este edificio residían importantes personalidades santandereanas como Horacio Serpa Uribe, una amiga de Diego y Care Culo. No mentira, Care Culo no, él vivía en San Alonso. Precisamente en la visita que Diego le hizo a su amiga, mientras jugaban tenis en la muy bien cuidada cancha, a nuestro amiguito se le ocurrió la pilatuna en ejecución.

Una cancha de tenis, allí estábamos.

En nuestro primer viaje al nuevo mundo, nos aferramos a la seguridad de lo que conocíamos, o sea al muro y a la cancha. El que pasara para el otro lado, habría de ser coronado como amo y señor de la pandilla. Un viaje. Dos viajes. Tres viajes. Y En el cuarto, recuerdo a la perfección, tomé el mazo, que aún reposaba en el borde del caño, y ¡PUMMMM! ¡Me salió un negro y peludo alacrán! «¡SUMADRE!”, grité durísimo. “Shhhhto Tatán”, exclamó Diego. “Mano, pero mire ese bicho, me hubiera podido picar”, le respondí con el corazón en la mano. “Déjelo sano y entre mejor”. “Bueno, bueno”. Asentí con la cabeza, solté el mazo y me sumergí en lo profundo del hueco. Al salir, casi toda la pandilla se encontraba de pie en la cancha de tenis, esperando las indicaciones de Diego. Su cabeza fue la última en aparecer, y al hacerlo, nos reunió en un pequeño círculo. “Bueno, hoy va ser diferente”, dijo entre dientes. “Vamos a subir a la piscina y al parque, ¿listo?”. “¡Listo!”, contestamos todos. Tapamos el hueco con un matorral, pusimos nuestros ojos en unas escaleras que se levantaban al oriente de la cancha y nos comenzamos a acercar lentamente. Ese día iba ser diferente. Diferente porque nos arriesgaríamos a ir más allá.

Mientras subíamos, paso a paso, se me dio la orden de que revisara el muro de electricidad por el que había entrado la primera vez. Corrí por la maleza hasta el muro. Allí me percaté de que, por cuestiones genéticas, no iba alcanzar a tocar el cable, así que le chiflé a Juan Carlos. “Fiuuuu, fiuuuu” -esto se supone que es la onomatopeya de un silbido-, “¡Juan Carlos!”, le grité. Mi rubio compañero de aventura se percató del llamado y corrió en mi ayuda. Llegó, puso sus manos en posición de Patagallina y me subió hasta lo alto del muro. Miré el cable, enredado entre vidrios y restos de botellas, y me dije: “A la de Dios”. Estiré la mano y me aferré con todas mis fuerzas a la vida. El viento sopló la arboleda que nos cubría las cabezas y, de nuevo, la suerte estuvo de mi lado. “No tiene corriente, no tiene corriente”, concluí nerviosísimo. “Bueno, entonces bájese “, respondió Juan Carlos. Brinqué, y con el mismo impulso que traía, me dirigí hacía le línea de avanzada del resto.

Al conquistar la piscina, recuerdo muy bien, que algunos nos quitamos los zapatos para meter los pies en ella. La conquista, aunque ilegal, era inofensiva. Máxime algún hongo que Juan Carlos, Lilo o Diego le hubiesen podido pegar al hijo de Serpa. Lo único cierto, era que nos sentíamos como Aquiles y sus secuaces en tierras troyanas. Bueno y, ¿cuál era nuestro caballo? Nuestro caballo era Diego. Si alguna joda salía mal, Diego habría de rescatarnos de lo irrescatable. Caminamos por la piscina y anduvimos por el parque, disfrutando de las bondades del mismo. Miedo, risas, tranquilidad y de nuevo miedo. Nos sentíamos como los niños más astutos y sagaces que el mundo jamás hubiese conocido. Hasta que, como en todo lo que no tiene guía de lo alto, la ambición nos cortó la cabeza.

Algo intranquilizó a Diego, cambiándole por completo el semblante. Algo se traía entre manos. ¿Qué? No lo sabía, pero habría que averiguarlo. “Ole, ¿todo bien?”, le pregunté. “Sí, sí…”, respondió. Me quedé mirándolo de reojo, luego hubo un silencio de varios minutos y ¡TRAZZ!, lo soltó. “Lo que pasa es que en este edificio vive una amiga…”, dijo. Y continuó: “…Y una vez, nos llevó a varios del salón a ver toda la ciudad desde la placa del edificio”. “Cómo se ve?”, le pregunté sorprendido, con los ojos abiertos como lunas llenas. “Tatán, se ve increíble… Yo quiero volverla a ver, pero…”. “¿Pero qué?”, pregunté. “…Pero, pero es muy difícil, porque tendríamos que entrar al edificio”. Lentamente, aparté mis ojos de los suyos y los puse sobre nuestro nuevo objetivo. Así mismo lo hizo lo él. “¿Se ve increíble?”, pregunté. “Sí, Tatán, se ve increíble”.

“¡Vengan todos!”, gritó Diego. De inmediato, cada uno de los integrantes dejó lo que hacía y se agrupó en el pequeño círculo en el que nos encontrábamos. ¿Y Juan Carlos? Él también. “Hay un cambio de planes”, comenzó diciendo. Una ráfaga de viento pasó, todos nos miramos a los ojos y luego se los devolvimos. “Vamos a entrar al edificio”, sentenció. “No, espere, esto no estaba dentro del plan”, dijo Lilo con voz temblorosa. “Donde nos cojan, mi mamá me mata”. Entonces Diego, impacientándose con el comentario, lo aplacó con un: “Mire, Lilo, cállese la jeta y deje de ser tan niña. Ya le abrimos un roto a esta joda; hicimos lo más, ahora hagamos lo menos”. “Ok, listo”, concluyó Lilo con un hilo de voz.

“El plan es el siguiente: vamos a entrar al edificio por el parqueadero número uno. Vamos a pedir el ascensor, nos montamos y subimos hasta la placa. Vemos la panorámica de la ciudad desde arriba y nos devolvemos. ¿Ok? Por hoy es más que suficiente”. A una todos respondimos que sí y nos paramos. “Hágale, Diego, lo seguimos”. El delgado guía, intrépido y temperamental, se abrió paso entre los laberintos florales del conjunto, señalándonos cuidadosamente la ruta hacia el parqueadero número 1. En pocos minutos estábamos allí. Mucho silencio. Atmósfera fría y tenebrosa, como la de un parqueadero. Juan Carlos estiró la mano y oprimió el botón del ascensor. Piso a piso fue descendiendo el elevador, hasta que se abrió, se abrió el jijuemadre. Nos metimos dentro y un par de risillas nerviosas se escaparon. “Madre mía”, diría un español; “en la que se están metiendo estos chavales”. “¿Y ahora qué?”, le pregunté a Diego. No había terminado mi pregunta, cuando él ya estaba oprimiendo el botón del Penthouse. El artefacto metálico comenzó a subir y nuestra ilusión de lo imposible comenzó a acrecentarse tanto, tanto tanto, que creímos lo imposible, posible. Un piso; dos pisos; tres pisos; cuatro pisos; cinco pisos; seis pisos y ¡NOOOO! No podía ser posible. Sonó el citófono del ascensor. “Muchachos, disculpen, ¿ustedes por dónde entraron? ¿Para dónde se dirigen?”. Aquella voz petrificó la escena de tal manera, que solo faltó un infarto en ella. Todos, absolutamente todos, quedamos pálidos, fríos, blancos, mudos, semimuertos, embalados. Diego nos miró, sabiéndose observado por la cámara del ascensor, y sentenció sin moverse, cual ventrílocuo: “Señor, vamos para donde Natalia, del piso 6”. El celador, confundido por la veracidad de la información -o sea, que Natalia efectivamente vivía allí-, nos ordenó bajar hasta la portería. “Vengan y yo los anuncio”. Entonces Diego, concluyendo con su espontánea y defensiva conversación, espichó el botón del parqueadero diciendo: “Apenas lleguemos al parqueadero, ¡corran! ¡Corran hacia el hueco! Si el celador aparece, escóndanse hasta que se vaya. ¿Listo?”. “¡Listo!”, dijimos todos.

¿Si les digo que mientras descendíamos hacia lo inevitable, el tiempo se volvió densamente palpable, me lo creerían? O, mejor dicho, ¿si les digo que el que aflojara tantico el recto, se iba en bolsa, me lo creerían?

Uno, dos y ¡tres! ¡A correr! Rápidamente, en un disparo de natación, la pandilla abandonó el elevador. Sí había algo en lo que destacáramos, era en la velocidad. Sin embargo, antes de que alguno hubiese alcanzado la salida del estacionamiento, se escuchó la voz del celador. “¡¡¡¡¡Quieeeeeeetos!!!!!”. Aquella voz retumbó en nuestros oídos, o por lo menos en los míos, como el preludio de la masacre que se aproximaba. Como perro de taller, me metí debajo de una camioneta. El pecho en el suelo. La respiración agitada. El sudor en la frente y la adrenalina en el corazón. Miré hacia mi derecha y me encontré a Diego, debajo de otra camioneta, poniéndose el dedo en la boca en señal de: “Ni se le ocurra hacer medio ruido”. (Apunte repentino) Son en aquellos instantes en los que me compadezco de las actrices de película de terror que tanto criticamos. Uno les menta la abuela porque no son capaces de callarse la jeta en los momentos clave. Pero mis hermanos, métanse debajo de una camioneta con un Freddy o un Jason persiguiéndolos, a ver si su respiración no suena como motor de camión lechero. (Fin del apunte).

“¡Salen todos ya!”, gritó. “¡O los saco!”, y ¡PUMM!, golpeó una pared metálica con su bolillo. Me apresuré a mirar hacia todos lados, buscando señales del resto; pero nada, solo Diego y yo. Él era de aquellas personas que sostenían la mentira hasta donde le diera el agua, por ende, esperaba lo mismo de nosotros. No obstante, y para su mala fortuna, Juan Carlos salió con las manos en alto. “Ya, ya, no nos haga nada”.

El hombre tomó a Juan Carlos del brazo y, de nuevo, se dirigió a nosotros. “¡Salgan ya o los saco!”. En esos momentos mi conciencia comenzó a jugarme una mala pasada. “Es Juan Carlos, su mejor amigo. ¿Cómo lo va dejar morir? Sebastián, ¡Salga! Sebastián, ¡salga!”. “Ay, Dios mío, bueno, bueno, ya salgo”. No soporté la presión de mi bondadosa conciencia y rodé, rodé hacia un costado. Me puse en pie y comencé a caminar hacia el vigilante. Apenas me puso su mirada encima, no me la quitó ni para parpadear. “Muy bonito, ¿no?”, exclamó mientras sus ojos, fúricos e impacientes, revelaban las intenciones de su corazón. Yo creo que el tipo estaba pensando: “Si pudiera, aquí mismo los cojo a pata a todos. Pero no Elkin, ni se le ocurra, eso es ilegal. ¿Y si los electrocuto en la oficina de abajo? Ushhh Elkin, cállese la jeta, mano, ¡usted en qué está pensando! Ya no más Pandillas Guerra y Paz”. Bueno, yo no sé si el tipo pensó eso o no, lo que sí sé, es que, poco a poco, la pandilla se fue poniendo al descubierto.

Una a una, las cabezas fueron apareciendo entre los automóviles, hasta que, completada la manada, la ley nos llevó hacía la desconocida consecuencia. ¿Qué habría de pasar con nosotros? No lo sabíamos. ¿Dos cadenas perpetuas? Tal vez. ¿Dos años de prisión y trabajos forzosos? De pronto. ¿Una multa y la reconstrucción del muro? Esto tiene más sentido. A la verdad, camine y no joda.

El celador nos llevó en fila india hasta la portería del conjunto residencial. Nos sentamos en una roca que sobresalía en frente y esperamos. “Ni se les ocurra mover un dedo, chinos, a ustedes se les va ir hondo”, nos dijo. El vigilante lucía anormalmente ofendido. Creo que el hecho de que 7 niños -de 8 a 11 años- se le hubiesen metido al rancho, sin haberse percatado, podía costarle el puesto. De ahí su preocupación. “Voy a llamar a la administradora, ella dirá qué hacer con ustedes”. Recuerdo que varios de la pandilla estaban tranquilos. Diego, por ejemplo, parecía no tener ningún problema. En estos momentos de mi vida entiendo por qué. Años antes, su padre había muerto en un accidente de tránsito. Si mal no recuerdo, fue en un bus. Este se movilizaba sin problema alguno por la carretera, y no sé si fue un frenazo repentino o un choque contra un objeto contundente, la única verdad es que el papá de mi amigo no estaba en su asiento, sino en el pasillo, caminando hacia lo eterno. El impacto lo mandó hacia el fondo del autobús y hasta ahí llegó su historia. Sin padre, pero con una madre muy trabajadora y unos hermanos muy amorosos, Diego se formó como alguien independiente y resiliente. Por eso, además de que seguramente nada le iban a decir, si lo hacían, por peores ya había pasado.

Muy lejana a esta historia, era la mía. Mi situación era trágica, tétrica, cavernícola, jodidúntica, embalística, mejor dicho, era tan delicada, que los dos últimos adjetivos que escribí para calificarla, me los inventé. Estuve a punto de decirle al celador que me adoptara, que todo bien, que yo le barría y le trapeaba la casa, pero que por favor no me denunciara con mi papá. En mi casa las cosas eran duras. Mi papá era un hombre amorosamente extraño. Podía pasar de osito cariñosito a Charles Manson en segundos.

Resignado, preparando psicológicamente mi trasero para la tanda que se venía, pasé saliva y miré a Juan Carlos. A él, al igual que a mí, se le venía una palera de las de antaño. Raquel, su madre, era otra fiera de tierra naranja. Como les había contado antes, Raquel no hablaba, ¡GRITABA!

Nacida cerca a la vereda Galapagos, Santander, Raquel creció en una finca sin baño, con marcos en vez de puertas y machetas y gallinas pal almuerzo. Tenía ojos claros, pelo castaño, tez blanca, un poco manchada por los años de exposición solar, y una voz muy pero muy particular. Una mujer de echar pata, de caballo a pelo y de armas tomar. No sé exactamente con quién concibió a Juan Carlos. Lo único que sé, es que lo amaba con amor eterno, y que era él su única y más fiel compañía.

Así las cosas, el celador hablaba por teléfono desde su cabina de mando. Cuando terminó de hacerlo, salió y nos dijo: “Ya viene la administradora”. Aquella frase se sintió como la peor de las sentencias a muerte. No obstante, y como si fuese Dios quien estuviese escribiendo esta historia, todo dio un repentino giro.

Un automóvil apareció al exterior del conjunto, pitando afanosamente. En aquel instante, el portero hacía de pulpo humano, teniendo en una extremidad un teléfono y en la otra el citófono. De inmediato, Diego notó la oportunidad, la única oportunidad que había de escapar. Sin hacerse notar, nos susurró: “Oigan, oigan”. De inmediato todos lo miramos. “El celador está distraído. Apenas abra la puerta para dejar entrar el carro, ¡corremos!, ¿listo?”. Asentimos con la cabeza, como quien no quiere la cosa, y nos preparamos. Pero esperen, debo confesarles algo. ¿Lo hago de una vez? No, mejor no. Ahorita lo sabrán. El celador, enredado en su quehacer, abrió la puerta del parqueadero y desató, sin esperarlo, una de las carreras más rápidas que jamás haya presenciado. ¡FUUUUUUUUMMMMM!, volaron como el viento. Y digo volaron, porque yo no lo hice. Eso era lo que les quería confesar. En mi casa siempre me enseñaron a respetar a los adultos. A decirles Señor, Señora, Doña, Don, etc, etc. A saludarlos de la mano. A no contestarles ni alzarles la voz. Al son de duras cachetadas y rápidos correazos, lo aprendí; entonces ahí me quedé. Como que sí, como que no. Fueron segundos de muchísima incertidumbre. Lo vi todo en cámara lenta. ¿Lo conseguirán? ¿No lo conseguirán? ¿Qué será del portero? En fin.

Ellos corrieron, pero el vigilante, o sea la cara del vigilante, no tenía igual. Es una de las imágenes más impactantes y graciosas que aún guardo en mi memoria. El susodicho, al percatarse de lo que acontecía, intentó cerrar la puerta del estacionamiento. Sin embargo, debido a que el automóvil aún se encontraba entrando, le fue completamente imposible. Lanzó el teléfono y el citófono y corrió hacia la puerta por la que mi pandilla acaba de escapar. Desde lo alto de la roca en la que me encontraba, lo vi tomándose la cabeza. Estaba preocupado, asustado. Miró al piso, como si se le hubiese alumbrado la bombona, luego me miró y comenzó a caminar hacia mi posición. “Dígame para dónde se fueron sus amigos”, me gritó. “Señor, se lo juro que no sé”, le respondí. Se volteó, se tomó del pelo y comentó hacia el cielo: “No puede ser, cómo se me van a escapar estos chinitos”. En esos momentos, mi estado se transformó en un popurrí de sentimientos. Era una mezcla extraña entre pánico por la golpiza que se me venía patas arriba, y compasión, por el dolor que le estábamos causando al señor. De un solo zarpazo, este me tomó del brazo y me embutió en su portería. “Se queda aquí hasta que llegue la administradora, ¿me oyó?”.”Sí, señor”, le contesté.

Minutos más tarde, una señora rubia, de vestido ejecutivo, abrió la puerta de la portería y me miró. Abrió los ojos, sorprendida, y me mandó a parar. “Sígame”, me ordenó. Por entre los jardines que antes habíamos surcado con Diego como guía, caminamos con la administradora y el portero. Me sentía como un convicto. Como un secuestrado. Como un individuo que no tenía por qué estar allí. Es chistoso, ¿saben? ¿En qué momento pasamos de ser victimarios a víctimas? ¡Fácil! En el momento en el que nos atrapan. En completo silencio los seguí. Llevaba el rabo entre las patas; como un niño de 9 años que había sido sorprendido en una maldad. Bajamos por unas escaleras adornadas de flores y, a mano derecha, apareció una puerta; era la oficina de la administradora. Sacó unas llaves, las metió en la chapa y ¡TRAZ!, la abrió. “Siga”, me dijo. Ingresé al lugar y al instante me ordenaron sentarme. La señora administradora, cuyo nombre no recuerdo –tendría huevo si sí–, era un tanto seria, un tanto amable, un tanto rara. No se le podía leer entre líneas. Sin embargo, se le notaba serena, sin intención alguna de hacerme daño. Solo quería solucionar el problema en el que estábamos.

No le quité los ojos de encima, contemplando en mi interior cualquier cantidad de posibles castigos. Cuando, sin mediar palabra, ordenó: “Por favor deme el número de su casa, necesito llamar a sus papás”. Estuve a punto de decirle a la señora que por favor no, que por favor no lo hiciera, que hiciera todo, todo lo que quisiera conmigo, menos llamar a mi papá. Pero no, era una orden de un adulto, entonces al instante la cumplí. “6570000”, dije en voz baja. Sentí el oprimir de todas las teclas como si fuesen agujas en mi piel, y le imploré al Cielo que me socorriera. De repente, la señora habló. “Aló, ¿con quién hablo?”. “Dios”, pensé. “¿Quién le habrá contestado?”. ¡Adivinen! Era mi hermano Víctor, un año mayor que yo. “Niño, ¿me podría pasar a su papá? ¿No está? Mmmm…”. Sentí ese “¿No está?” como el aliento de vida más poderoso que jamás hubiese recibido, para luego perderlo, desgracia mía, con la siguiente oración de la administradora.”Dígale a su papá que su hermano está capturado. Que si lo quiere buscar, está en el edificio Bocamonte”. ¿Pueden creer eso, queridos lectores?. ¿Pueden creer que esta señora le dijo a mi hermano, de solo 10 años, que me tenían capturado? Lo chistoso de esto es que, un hermano normal hubiera salido corriendo, ahogado en lágrimas, a buscar a sus padres. Pero el mío colgó el teléfono y siguió viendo “Siguiendo el Rastro”.

“Bueno, cuéntenos por dónde entró”, me preguntaron. “Señora, si le digo, no me va a creer”. Asintió con la cabeza y me aconsejó: “tranquilo, dígame que yo le creo”. “Por qué mejor no me dejan mostrarles”, les sugerí. “Perfecto”, concluyó. Se levantó de su escritorio, le hizo una seña al portero, que aún continuaba allí, paradito y tiesesito, y salió de la guarida. Al instante la seguí, tomando luego la delantera para guiarlos hasta el muro electrificado. Pasamos los vastos matorrales, hasta alcanzar la muralla, y luego se las señalé. “Por aquí entré la primera vez”. Los dos, el portero y la administradora, me miraron con cara de sorpresa. “¿Usted entró por ahí?”. Les respondí que sí, que por ahí me había saltado. El rostro de la señora cambió por completo; en un instante, pasó de serenidad a mucha preocupación. “Niño, ¿usted es consciente de que ese cable tenía la suficiente potencia para matarlo?”. La miré, un poco confundido, y respondí: “Ese cable no tiene electricidad”. “¡Cómo que no!”, dijo el celador. “Solo en dos momentos del día se la quitamos». Los miré atónito.  «¿A qué hora entró usted?”, me preguntaron. Cuando les respondí, dio la extrañísima casualidad de que en las dos ocasiones en las que lo hice, la electricidad estaba apagada. “Se salvó, mijito”.

Las dos autoridades, sorprendidas por nuestra imprudencia, y digo nuestra porque no entré solo, continuaron con el cuestionario. “Bueno, pero espere, usted nos dijo que solo entró dos veces por aquí; ¿después por dónde lo hizo?”. “Por aquí”, les respondí mientras buscaba un camino por cual descender. Comenzamos a caminar en dirección a la cancha de tenis, cuando de pronto, desde arriba, una fruta cayó con violencia, seguida de un grito. “¡¡¡Tatáááááááán, escápeseeeee!!!”. Giré mi cabeza hacia lo alto del conjunto y, desde arriba, en la fachada del edificio, se veía la pandilla completa. “¡Corra! ¡Escápese!”, gritaban todos sin cesar. Tuve ganas de hacerlo pero, ¿a dónde iría? No, no lo hice. La administradora y el vigilante me estaban mirando muy de cerca, esperando a que les mostrara nuestro secreto. Caminé unos pasos hacia el muro, tomé el matorral que habíamos dejado para cubrir el hueco, y lo puse al descubierto. “¡No puede ser!”, exclamó la administradora. “¿Ustedes abrieron este hueco?”. “Sí, señora”. “¿Con qué?”. “Con un mazo”. “¿Y dónde está?”. Mientras me acurrucaba,  le comuniqué que se encontraba al otro lado del hueco, hacia la quebrada. “¿Quiere que se lo traiga?”, le pregunté. De inmediato el vigilante la miró, como diciéndole: “Señora, no lo haga; si lo deja salir, se nos escapa”. “Tranquilos”, susurré; “no me voy a escapar”. La rubia trabajadora del edificio me autorizó con la mirada e, ipso facto, fui y volví con el mazo en la mano. Se lo entregué al señor y me puse en pie. Mis amigos continuaban gritando desde arriba, sugiriéndome que escapara. Pero no, ya no tenía ni media intención de hacerlo. Hasta me había acostumbrado a la compañía de mis captores.

Caminé junto a ellos hasta la oficina de la administración, entramos, me senté y me relajé. Sinceramente, hablándoles de cómo me sentía, solo me faltó pedir un tinto. “Entremos en materia, niño. No, espere, niño no. ¿Cómo es que se llama?”, me preguntó la administradora, como si de repente se hubiese interesado en quien era. “Sebastián”, le respondí. “Pero todos me dicen Tatán”. “Bueno Tatán, vamos a intentar de nuevo con su papá, ¿listo?”. “¿Cómo es que es el telé…” ¡PUMMM! De un solo trancazo se abrió la puerta de la oficina, y esperándome todo menos eso, mis ojos presenciaron a otro de los vigilantes del conjunto con toda la pandilla a sus pies. “Nos devolvimos por usted”, dijo Juan Carlos con la cabeza agachada.

Queridos lectores, si un recuerdo ha de ponerme los pelos de punta, es este. Los amigos, nunca nos olvidemos de los amigos. Uno a uno fueron entrando a la oficina, y una a una fueron contactadas las casas. Todos estábamos asustados y tristes por la golpiza que se nos venía encima, pero había algo muy lindo que hoy veo más que antes; la unidad con la que caminábamos no tenía comparación.

Como era de esperarse, a Diego no le dijeron nada. De hecho, ni siquiera fue su madre quien lo recogió, sino su hermana mayor, Diana.

A Lilo le dieron en la jeta, tanto su madre como su padre, y lo castigaron por dos semanas. Nada de calle, nada de amigos, nada de pandilla.

A Juan Carlos lo encendieron a arepazos, como en un viacrucis, desde el conjunto residencial, hasta su casa. Ha sido el viacrucis más escandaloso que la Ciudad  Bonita, o sea Bucaramanga, haya visto jamás.

A mí, a mí no me dieron como pensé que lo harían. De hecho, no recuerdo si fue mi papá quien me recogió, o si al fin me acabé yendo con Raquel y Juan Carlos y es por eso que recuerdo tan bien la gritería del recorrido.

Esta es una de tantas aventuras de un niño de barrio, que con 27 años, sigue siendo el mismo. Si hoy me cogieran, tampoco correría. Porque si lo hubiese hecho, no tendría guardada en mi mente la imagen de mis hermanos diciendo: “VOLVIMOS POR USTED”.

Gracias por tanto.

Prometo volver a ustedes.

Pdta: Esta entrada se la dedico a mi amigo, a mi gran amigo que volvió por mí cuando nadie más lo podía hacer. ¿Quién fue? Él fue. 

20 comentarios sobre “VOLVÍ POR USTEDES

  1. Que gracia tiene usted para redactar, realmente logró envolverme en el tema. Soy amante de un buen final, más que de la trama del lapso de una historia y fue poco esperdo para mí que volvieran por usted.

    Tiene en sus capacidades un extraordinario futuro, bendiciones Tatán, todavía hay mucho por hacer.

    Le saludo desde Cúcuta, espero un día poder conocerlo, colega.

  2. La vida está llena de momentos que se viven día a día lo que nos demuestra que Dios tiene plan perfecto para cada uno … genial histotia crack, llena de alti bajos, de sonrisas y tristezas dejando la ensencia santandereana plasmada … siempre adelante ni un paso atrás !!!

  3. Tatán que historia taaaaan bonita me gustó muchísimo El final, ese suspenso y en la manera que lo redacto nos dio a los lectores una serie sin fin de sentimientos y creo que muchos compartimos los mismos con usted, que siga triunfando manito ❤

  4. Ushhh brutal, me lo leí todo, volví a mi infancia, aparte que la historia estuvo muy buena, pude regresarme por unos instantes en el pensamiento a esa ciudad bonita que también me vio crecer. Personalmente no nos conocemos pero coincidimos en muchas cosas, Tatan, un abrazo hermano. Espero conocerlo

  5. Caminando entre la 23 y 6ta en Manhattan, sí, si, Nueva York. Después de una extensa jornada de 10 horas. Se escucharon las carcajadas más santandereanas que cualquier gringo y extranjero allá podido escuchar. Gracias Sebastian, gracias Tatan, me robaste muchas sonrisas y risas y memorias en Bucaramanga. Sigue escribiendo, te queda muy muy bien.

    Pdta. Yo tampoco hubiese corrido, y esto me hace pensar que después de todo nuestros papás hicieron bien la tarea, los valores de antes son un tesoro de la humanidad.

    Abrazo 🤗 gigante
    Silv.

  6. Tatannn me morí de risa y de amor, me transporté a mi infancia con mi pandilla en el barrio San Francisco en Bucara. A mi también se me ocurrían mas peores ideas y también me dieron correa como si no hubiera mañana…y ahora me río con mi mami al recordar. Besos y abrazos paisano.

    Judith Gamboa

  7. Muy buena historia, me recordó momentos de mi infancia y a mi pandilla. ¡Excelente! 😀👍🏽

  8. Aghhhh juepucha! Que BUENA HISTORIA! Es impresionante cómo me atrapo su forma de escribirla! Amaría poder leer mas historias así, que me lleven a mi infancia fría en bogota pero repleta de pilatunas y aventuras INCREÍBLES con mis hermanos!, gracias tatan, logró despejar mis preocupaciones y mis dolores de cabeza, todo el mundo me veia reír y sonreír por semejante historia, Dios lo bendiga hermano! Espero algún día darle un apretón de manos y una sonrisa! Bendiciones

  9. Me quedo sin palabras, tatán que historia y que manera de contarla tan hermosa. Se siente se viveee en cada palabra que leí. Dios continue bendiciendo esas manos y ese corazon para mas historias asi.💛💚

  10. Que buena historia, tatan me la leí teniendo a mi hija de dos años alzada mientras la familia viendo el desafío, mi hija me miraba y se reía junto con migo y mi familia me miraba de reojo ambos pensando este de qué se reirá tanto

  11. WoW de muerte lentaa te cuento q tengo 40 años pero me senti de 11 ,me saltó el corazón y senti la adrenalina al momento que sus amigos se escapaban de portería …se los voy a leer a mis hijos para q vean de lo q se pierden por estar pegados de la cáscara de celular ..q equivocadamente yo les regale .
    Te adoro muchacho loco …soy cuñada de tu amigo de adolecencia Julián Pacheco ..y no me canso de decirle q amo su manera de ver y describir la vida .
    Dios te bendiga chino bergajo acabo de pasar un excelente momento.

  12. Viejo tatan soy de la bonita y me conozco toda esa zona donde narró la historia y no se imagina como visualice toda esa vuelta, desde Bogotá GJP.

  13. Definitivamente estas creando un precedente con tu manera de escribir, además de jocosa por supuesto, bastante entretenida. Gracias por compartir tus historias con nosotros

  14. Tatan solo lo imagine contando esa historia, y moviendo las manos y de un lado para otro para que se viera real,jejejejejejeje de verdad que tiene una forma única de hechar las historias, mano lo admiro mucho desde Bucaramanga su tierrita y más exactos en la concordia.

  15. Admiro la capacidad que tienes para envolverme cuando escribes o compartes algo, es impresionante ver las emociones que generas en mi al leer esta grandiosa historia. Gracias por compartir con nosotros esos momentos de infancia y por hacernos recordar cada una de las travesuras que cometimos de pequeños.

    Por favor no dejes de escribir ¡Un abrazo!

  16. Me encanto! Desde que publicabas en las historias estaba intrigada, recordaba mi infancia con nostalgia,son esos los verdaderos amigos… gracias

  17. Tatán, le doy gracias a Dios por tu vida, por tu testimonio y porque te ha usado para tocar muchas vidas. Esta historia estuvo increíble, me reí leyéndola, al final se aguaron mis ojos, Dios me recordó a mis amigos, cometí el error de alejarme por completo de ellos cuando conocí a Dios (era necesario) pero sé que el plan de Dios consiste en amor a la lata y esas conexiones se están restaurando. Gracias, por la historia, me llegó al corazón y en especial la última frase! No pares de soñar, ni de escribir, de crear, persiste en TODO lo que crees que Dios te ha dicho que emprendas, disciplina, amor y Dios te llevará muy lejos, no por orgullo de lo que tú hiciste, sino para tocar la vida de muchos!!! No hay mejor aventura, que ser usado por Dios. Sería súper chevere que escribieras historias y las subieras como por capítulos, la intriga que genera, todo es más chevere. Qué gran talento!

  18. Me E N C A N T Ó !
    Esta historia ha sido mi entretenimiento desde que la empezó al volver a mi casa después de largos días de trabajo.. GRACIAS !

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