UNA PASIÓN QUE POCOS ENTIENDEN.

Esta historia se empieza a escribir un cuatro de julio de 2014. Son las 03:23 de la mañana en la ciudad de Bucaramanga, capital del departamento colombiano de Santander. La cama me arrojó de sus sábanas como si no me quisiera más en sus entrañas; seguro algo quería de mí la muy sinvergüenza. Con los pies en el suelo y el culo en el orillo del colchón, froté mis ojos y pensé: “Mano, no puedo volver a dormir, tengo que escribir alguna joda sobre el fútbol”. Primero, he de decirles que he abandonado a la que fue mi gran amiga este semestre. Le he quitado mis afectos a la hoja en blanco de Word, y les confieso, muy sinceramente, que es porque cuando tecleo cada palabra, pienso en que no es suficientemente buena. Entonces me carcome la inseguridad, me hago el loco viendo fútbol, rayando el Panini o cualquier otra cosa que me aleje de tener que afrontar mi temor; ¡vaya cobarde! Pero, en este momento, con lágrimas en los ojos me digo a mí mismo: “Enano, es el fútbol, usted y él son uno. ¡Me hace el favor y le escribe algo de altura!”. La verdad, no me puedo contener aquí donde estoy, parezco un bebé recién nacido. Lloro de nostalgia pensando en que hoy la Selección Colombia enfrenta la cita más importante en su historia. Esos 23 jóvenes tienen felices a más de 45 millones de colombianos usando el fútbol como excusa para olvidar todo lo demás. ¿Santos?, ¿Óscar Iván Zuluaga?…Esos tipos ya quedaron en el olvido. En el comedor de mi casa, con algunas lágrimas sobre el rostro, pienso en todo lo que estas dos disciplinas significan para mí –el fútbol y la escritura –, y me angustia un poco saber que una ya se convirtió en frustración, y que la segunda, si sigo así, también pasará a serlo. Procuraré que así no sea… Esta historia de amor no es como otras historias. Por ahí he observado, en vista de que estamos en época mundialista y que la Selección Colombia está haciendo un gran papel, que muchas personas han escrito textos sobre su amor por el fútbol y la tricolor. Un amigo me incitó a que escribiese algo sobre este lindo deporte, conociendo él de mi relación con éste. Le dije que sí, que por supuesto lo iba a hacer, pero, la verdad, era pura mierda. Me daba pereza sentarme frente al computador y hacer lo que en este momento estoy haciendo. “Sí, Paillie, seguro escribo alguna joda”, le dije. Soy un casi-periodista, y digo casi porque sólo me falta el título –no quiero entrar en discusiones con los que dicen que periodista es cualquiera –. Mi segunda profesión es ser futbolista. En Bogotá, la ciudad donde estudio, me inscribo, desde hace 5 años, en cuanto torneo de fútbol requiera de mis servicios. Me adelanté mucho… Esta relación merece que su principio sea contado. Yo no empiezo las historias con un típico: “Cuando era un niño de 2 años toqué mi primer balón…”. Es que hay memorias de memorias. Algunos se acuerdan del nombre de la enfermera que los jaló del útero de sus madres. “Y abrí los ojos, el ambiente estaba impregnado por el olor a placenta…”. Ok, ya no mamo más gallo. Tengo buena memoria, pero ni por el carajo me acuerdo a qué edad le metí la primera patada a un balón. Resulta que, siendo el menor de tres hermanos varones, era justo y necesario que hubiera un arquero en la familia, y, como fui yo el último en ser parido, me tocó serlo. La cuestión era que no lo hacía de mala gana. Además de chiquito, porque tuve problemas de crecimiento, era masoquista, loco y resistente a los golpes; parecía camión blindado. Era el arquero perfecto, el hermanito que todo hermano mayor que le guste patear la bola sueña. Viví con mis hermanos en una cuadra que no tenía salida, el famoso tapón. Allí armábamos con los vecinos partidos de canchitas y, la gran mayoría de veces, cuando no salían las personas o repetían algún capítulo de Dragon Ball Z, simplemente salíamos los tres hermanitos Ospina a patear al portón del parqueadero, cuyo interior jamás fue usado, ya que mi papá guardaba espadas de guerreros, palos, banderas y un poco de basura de locos. Recuerdo mucho estar sentado viendo televisión en la biblioteca de la casa, cuando de repente me entraban los impulsos que mis tías querían parar con drogas –decían que yo era hiperactivo y mi mamá les decía que no, que esa era mi personalidad –, me paraba y les gritaba a mis compañeros de equipo: “¡Oigan!, ¿quieren salir a patear? “. Casi nunca recibía una negativa por respuesta. Si contaban con arquero, por qué no salir a practicar los chutes. Le pegaban durísimo, sobre todo el vecino, Héctor Julián Grecco, quien en algún momento, si no estoy mal, fue pretendido por el Santa Fe. ¡Pummmm!, ¡Passssssssssssss!, tapaba y tapaba los balonazos que me mandaban. Escribiendo esto, me acabo de acordar de algo. Jugaba con Víctor, mi hermano más contemporáneo, a que yo era un arquero famoso, y, a que cada vez que me metiera un gol, me tocaba pedirme a otro. “¡Gianluca Pagliuca!”, gritaba como un demente saltando por todos lados. ¡Pummmm!, atajaba un riflazo. Me metía el gol el ‘hijuemadre’ ese y me tocaba cambiar de arquero. “¡Oliver Kahn!”, gritaba de nuevo. Cuando me pedía ése, ni el mismo Roberto Carlos me podía sacar del portón. Posdata de párrafo: Sí que me daba piedra que me sacaran los arqueros italianos, eran los mejores en ese entonces: Angelo Peruzzi, Gianluca Pagliuca y Gianluigi Buffon –. Luego de mucho tiempo empecé a salir del portón. Víctor era el calidoso de la cuadra, el que todos decían iba a ser el Crack. El chino iba a necesitar con quién practicar sus regates. Entonces, como una dama de compañía, que se acomoda a la situación, me sacaron del arco y me pusieron a defender. Empecé a encontrar en mí dotes de defensor. Era rápido como una rata, me escabullía y daba pata como De Young. Pero, en el momento Víctor era mucho más alto que yo –todo el mundo crecía y yo no –, además eran sus mejores épocas de futbolista, era todo un derroche de talento, por lo que siempre acababa gozándome. Cuando mi mamá nos vio con edad suficiente para ingresar a una escuela de fútbol, nos inscribió en el equipo de Pan de Azúcar – una montaña que queda cerca de la casa donde crecimos –. Los entrenamientos eran los sábados y domingos a las 7 de la mañana. Mi gente, se me revuelca el estómago y se me salen las lágrimas –de nuevo – de la nostalgia que me produce pensar en aquella mágica cancha. Allí aprendí a parar un balón, a dar un pase con borde interno; en fin, a ese lugar y a mi equipo de Pan de Azúcar les debo mi reconocimiento. El ambiente no tenía comparación. La cancha queda al lado de una montaña que lo único que hacía en esas mañanas era soplarnos con su rocío. Tantas bolsas con agua, tantos partidos, tantas personas, tantísimos perros que dañaron los cotejos; en fin, no saben lo bonito que era jugar allí y contar con el plus de tener a mi hermano en el mismo equipo. ¡Una belleza! A mi hermano y a mí nos inscribieron en la categoría sub 13. Él tenía 10 años y yo 9, un poco jóvenes para jugar, pero éramos buenos jugadores; él en lo suyo y yo en lo mío. En nuestro primer partido de liga invité a mi mamá y ella llevó a una tía y a un poco de gente para que me vieran debutar. Señoras y señores, fueron para nada, porque no debuté. El vergajo del entrenador no me metió. Hasta el gordo Javier, que regaba babas por todos lados, jugó. Me senté en las piernas de mi mamá y me puse a llorar. No me acuerdo cuáles habrán sido sus palabras –acuérdense que no tengo la prodigiosa memoria de aquellos escritores –, pero, estoy seguro que de alguna manera me impulsó a seguir entrenando, madrugando y bregando a ser cada vez mejor. Termino este primer capítulo de mi vida y el fútbol con esta frase del coordinador de la tercera división del colegio La Salle, quien en un desesperado acto de represión, me privó de jugar en el equipo del colegio. Estábamos en clase de matemáticas con el profesor Tavera y, de repente, tocaron a la puerta. Todos los estudiantes voltearon sus cabezas buscando el sonido en la puerta del salón. “Señor Tavera, tengo un mensaje que dar”, dijo el coordinador, Javier Díaz Díaz. El profesor Tavera hizo seguir a Javier. El señor caminó hasta el estrado del salón, siempre mirándome fijamente a los ojos. Yo sabía que la vaciada venía para mí. El tipo se tomó las dos manos, a lo Mr. Burns de los Simpsons, y, sosteniéndome la mirada, soltó un: “Es que hay estudiantes que piensan que el mundo es un balón de fútbol y, si no mejoran sus notas, no podrán continuar en el equipo del colegio”. “¡Marica!, ¿cómo se supone que voy a sostener mis notas?, soy de los peores del curso, no presto medio pedazo de atención en las materias en las que sé que soy un asco, por lo menos déjenme jugar en el equipo del colegio, eso lo hago bien”, pensaba. Afortunadamente, debido a que el entrenador me quería, mi situación en el equipo continuó estable. A la semana, por andar persiguiendo niños de cuarto de primaria, jugando venados y cazadores, partí mi muñeca en dos pedazos. Mis sueños de torneo se iban al piso. Pdta: Empecé escribiendo este texto el día en que Colombia se enfrentaba a Brasil. Hoy publico la primera parte el día en el que cumplo 23 años de vida. Feliz cumpleaños a mí. Mucho fútbol, mucha vida. 998111_10151625950976850_1539951777_n

2 comentarios sobre “UNA PASIÓN QUE POCOS ENTIENDEN.

Deja un comentario